Marilyn decidió morir
Esa noche Marilyn decidió morir.
Colgó el teléfono y echo la última gota del perfume Chanel Nº 5 en su piel.
Es noche Marilyn comprendió que los caballeros quizás no siempre las prefieren rubias y que ser estrella de cine, no asegura que alguien ocupe un lugar, en la cama fría de una mansión de Hollywood Este.
Esa noche Marilyn lloró, después de años de contener estoicamente las lagrimas y su llanto desdibujó ese lunar fotogénico, que descansaba justo ahí, en el lado derecho de la mejilla y a escasos centímetros de unos labios que ningún hombre que habitase la faz de la tierra, se hubiese resistido a besar.
Esa noche Marilyn dejo de ser una fantasía y se convirtió nuevamente en esa niña huérfana, que espera a una Madre alcohólica, que nunca llega a tiempo a la hora de cenar.
Atrás quedaban las crisis nerviosas, las internaciones en clínicas de rehabilitación, los matrimonios naufragados, los autógrafos firmados en servilletas de papel de restaurante, los paseos en limousine alquiladas, los viajes en avión de primera clase, las suites reservadas en hoteles de lujo, las marquesinas luminosas decoradas con su nombre y las horas de espera en el infierno de un rodaje.
Atrás quedaban las amenazas de John F, los insultos prolongados de Henry y los silencios indescifrables de Joe. ¡Pobre Joe!, ¿Que será de el, quien lo consolaría, ahora que su mariposa había tomar la decisión de volar sin ese cordel que siempre la devolvía sana y salva a tierra? ¡Pobre y desdichado Joe! La frase rebotaba en el espejo, mientras el peine se deslizaba amablemente en su triste universo de rubia platinada.
Marilyn abrió el cajón. Desempolvo la vieja colección de Prozac y una polvorienta botella de Don Perignon, reservada única y exclusivamente para casos de emergencia.
Bajo las persianas, cerro las puertas, trabo las ventanas y se escondió de los hostiles flashes de las cámaras, de los crueles titulares sensacionalistas, de las superficiales fiestas de la alta sociedad, de las hipócritas amistades influyentes y de toda esa manada de críticos despiadados que se dedicaron a destrozarla años tras año.
Esa noche cálida del 62, Marilyn decidió apagarse y detener la cuenta en treinta y seis primaveras. Su cuerpo se volvería invisible, su huella se borraría del paseo de la fama y quizás con suerte, recuperaría a Norma Jean.
Marilyn miro a su alrededor y lo entendió todo, mientras una sonrisa pálida alumbraba tímidamente la penumbra de la habitación desnuda. Por fin hundió la colección de Prozac en el océano de burbujas del Don Perignon y consiguió cerrar los ojos.
La luz de la luna se apagó y su los pies descalzos, cruzaron por enésima vez, la acera gastada del Sunset Boulevard.